Donde la galaxia se quiebra
Por Ari Piccioni
Ficha técnica: Andor. Origen: Estados Unidos. Creador: Tony Gilroy. Actores: Diego Luna, Stellan Skarsgård, Adria Arjona, Fiona Shaw, Denise Gough, Kyle Soller, Genevieve O’Reilly, Varada Sethu, Elizabeth Dulau, Ben Mendelsohn, Benjamin Bratt, Alan Tudyk.
En el vasto universo narrativo de Star Wars, esta precuela se constituye en una inflexión tonal y estructural. Lejos del fulgor heroico que domina la saga principal, se orienta hacia los márgenes: ahí donde la rebelión aún no tiene nombre ni bandera. El vínculo con Rogue One se hace evidente desde Cassian Andor, pero lo que en la película se muestra como un sacrificio inmediato aquí se desdobla en un recorrido más complejo. La densidad ética que lo atraviesa se multiplica en una trama que se detiene en procesos, en los silencios que anteceden a los grandes gestos.
El relato se articula como una exploración de los mecanismos previos a la acción. Cada episodio abre una ventana a los engranajes que más tarde harán posible las batallas: redes de contrabando, estrategias de espionaje, negociaciones incómodas, miradas que callan más de lo que dicen. La propuesta acentúa el tono sombrío y realista heredado de Rogue One con un pulso más lento que permite ver de cerca los mecanismos que desgastan al Imperio y van delineando la insurrección.
Cassian es una figura marcada por la contradicción. Su recorrido lo muestra atravesado por heridas y decisiones difíciles que lo alejan de cualquier imagen heroica. La muerte, el abandono y la traición se acumulan en su experiencia y terminan por moldear una subjetividad que encuentra en la política un destino inevitable. Ese trasfondo explica el punto de no retorno que en Rogue One se traduce en sacrificio, mientras aquí se despliegan las condiciones que lo empujan hacia esa entrega.

El entrelazamiento con el canon se manifiesta de manera oblicua. Las referencias al Imperio no están mediadas por figuras como Darth Vader o el Emperador: una burocracia implacable, jerárquica y aséptica hacen que la serie mueva el foco fuera de lo establecido. Las oficinas del Bureau de Seguridad Imperial condensan una estética de la represión silenciosa que desplaza el espectáculo por la lógica del expediente. Este corrimiento vincula a la serie con las preocupaciones contemporáneas sobre vigilancia, castigo y desinformación, sin recurrir a símbolos explícitos.
La presencia de la Senadora Mon Mothma habilita una articulación con la futura Alianza Rebelde en un momento histórico donde su figura se debate entre la diplomacia y la clandestinidad. Su construcción se distancia de un modelo de liderazgo carismático para situarse entre la apariencia y el riesgo. El cruce con otros puntos del canon ya no es un guiño, es una articulación narrativa que complejiza los trayectos de los personajes.
En relación con la franquicia mayor, Andor se instala como una anomalía. No hay jedis, no hay profecías, no hay batallas espaciales coreografiadas con espectacularidad. Lo que se despliega es una experiencia política, un mapa de tensiones y fisuras que explican cómo es posible que un grupo marginal como el de Rogue One logre desestabilizar al Imperio. La épica aquí está en la acumulación de decisiones menores que van cediendo terreno a la insubordinación, más allá de los actos.

La puesta en escena refuerza esta disidencia estética. La ciudad de Ferrix y su comunidad obrera son la contracara material y simbólica de Coruscant. Una expone rituales comunitarios y resistencia horizontal, mientras que la otra consolida el poder desde el lujo geométrico, los pasillos infinitos y los ventanales desde donde se espía. Estos contrastes espaciales vinculan lo narrativo con lo visual sin caer en la ilustración literal.
El desarrollo episódico hace que los arcos narrativos se configuren con densidad. Este dispositivo fragmentado colabora con la construcción de una subjetividad política que se construye paso a paso. En esa progresión, se inscribe el legado que la serie deja al universo de Star Wars: una perspectiva de lo colectivo, lo inestable y lo estructural como motor del cambio.
Una mención necesaria recae en el trabajo actoral. Diego Luna sostiene a Cassian desde la tensión contenida y el desgaste emocional progresivo. Genevieve O’Reilly, en el rol de Mon Mothma, articula una corporalidad oscilante entre el autocontrol y el peligro de la exposición. Stellan Skarsgård encarna a Luthen Rael desde una ambigüedad que nunca se disuelve. Denise Gough, en la piel de Dedra Meero, pone en el tablero la frialdad imperial con una precisión que intensifica el sentido de amenaza. Adria Arjona, como Bix Caleen, aporta una dimensión afectiva y física que condensa el impacto del régimen sobre las vidas cotidianas. Fiona Shaw, en el papel de Maarva, despliega una intensidad conmovedora en su tránsito desde la maternidad afectiva hacia el activismo póstumo. Su presencia actúa como detonante simbólico de uno de los momentos más densos de la narración, donde lo íntimo y lo colectivo se superponen sin fractura.
La intertextualidad con Rogue One se intensifica hacia el final. Las decisiones que Cassian toma se proyectan hacia esa otra narración donde su muerte no es el clímax sino el punto lógico de una trayectoria que ya estaba en tensión. El sacrificio que allí aparece como heroico aquí se deconstruye como una consecuencia de múltiples imposibilidades. La muerte deja de ser gloriosa para volverse necesaria, política y estructurada. Lejos de ser un apéndice, Andor reformula la gramática del universo al que pertenece. Introduce una lógica de la demora, de la sospecha y del desgaste. No propone un modelo de personaje a imitar ni una historia de redención. Su potencia reside en la materialidad de los cuerpos y los espacios, en la acumulación de gestos y decisiones que, aunque pequeñas, habilitan otras formas de vivir. En ese desvío sin leyendas reside su potencia crítica.


Ari Piccioni
Licenciada en Comunicación Social. Docente en Comunicación Visual Gráfica I (UNR). Amante de las series nórdicas y con zombies.